Comentario
El origen de las poblaciones medas y persas ha constituido un debate apasionado en la historiografía y, de momento, prácticamente nada se puede afirmar con seguridad -lo que no significa que cualquier cosa valga- a pesar de los ingeniosos y pacientes esfuerzos realizados. Frente a la opinión generalizada que asumía una invasión irania, es decir, de gentes de estirpe indoeuropea, algunos autores proponen ahora una presencia muy antigua de iranios en su definitivo hogar, que además no habrían llegado bruscamente, sino a través de sucesivas infiltraciones, arqueológicamente indetectables. De hecho, se han discutido los fundamentos arqueológicos de una invasión irania y ninguno se ha mantenido firmemente establecido. Por otra parte, entre quienes aceptan la llegada, hay dos frentes abiertos para la polémica: desde dónde proceden los nuevos pobladores y cuándo irrumpen en su nuevo espacio. En cualquier caso, parece claro que la indoeuropeización del altiplano iranio comenzó mucho antes de que en aquel territorio se instalasen los medos, los persas y los demás grupos iranios que van a provocar una profunda transformación en la vida del Irán, como es el paso de la Edad del Bronce a la del Hierro y que conforma definitivamente lo que podemos denominar como culturas iranias, es decir, las correspondientes a los medos, los persas y los restantes pobladores del espacio iranio.
Las áreas de procedencia remota se sitúan para unos en Asia Central, mientras que otros sostienen una emigración rastreable al menos hasta el Cáucaso y la zona septentrional del Caspio. Recientemente, la nueva hipótesis del origen de los indoeuropeos en Anatolia retoma los planteamientos difusionistas de forma excesivamente mecánica y se alinea, en el problema del origen de los iranios, junto a quienes postulan una procedencia occidental. En el estado actual del conocimiento es osado optar entre las alternativas; sin embargo, una percepción historiográfica del problema sitúa la reflexión en una dimensión diferente, pues la polémica abierta está inmersa en problemas más amplios epistemológicamente hablando, en los que subyace una imagen de autoctonismo latente, paradigma explicativo con éxito en las tres últimas décadas, frente a la de un renovado difusionismo que se perfila como modelo del nuevo orden que se configura ahora para irrumpir con fuerza en el segundo milenio. En consecuencia, detrás de cada parapeto argumental se halla un verdadero sistema que pretende explicar la totalidad, aunque quienes defienden unos u otros postulados no sean absolutamente conscientes de ello.
En cualquier caso, parece aceptable afirmar que hacia finales del II Milenio, la población del altiplano es mixta, según se deduce de la toponimia y de la onomástica, y que el predominio iranio, medopersa, no se produce con anterioridad al siglo VIII. Debido a esa antiquísima convivencia, los procesos de mestizaje hubieren de ser intensos en algunas zonas y, por ello, no parece aceptable asumir que la estratificación social dependiera directamente del grupo étnico al que se perteneciera. Esta presunción encuentra cierto apoyo en la ausencia de rupturas culturales, arqueológicamente hablando, desde la Edad del Bronce a la del Hierro. Ese tránsito ha sido dividido en tres etapas de evolución (1300-1000; 1000-800; 750-550) que corroboran la continuidad. Por tanto, no es fácil defender que la Edad del Hierro penetra bruscamente en el altiplano iranio introducida por un nuevo grupo étnico dotado de especiales habilidades desconocidas por las poblaciones que hubieran de convertirse en sus víctimas. En realidad, yacimientos como Hasanlu, Tepe Sialk, Marlik o los del Luristán, entre otros, ponen de manifiesto no sólo la antigüedad de la presencia del elemento iranio ya en el siglo XIII, sino también la interacción cultural a la que antes se ha aludido. No obstante, comenzamos a pisar terreno más firme cuando las grandes potencias mesopotámicas se interesan por las riquezas que de nuevo surgen en la región irania y se hacen eco de ello en sus anales.